La primera vez que me encontré con Juliana, hace años, me confesó algo sin que yo se lo preguntara: Me contó que sus padres eran evangelistas y que durante su infancia había asistido a muchos exorcismos, que había visto cosas increíbles de las que no se podía olvidar. Me sorprendió que me contara algo así a los quince minutos de conocerla en un contexto más bien laboral, ya que me había llamado para que escribiera un texto de su muestra. Estábamos en su taller a unos metros del jardín botánico, uno de los parques más bellos de Buenos Aires. Desde entonces, concurro asiduamente a ese atelier. Un espacio secreto y mágico de Buenos Aires, que a pesar de ser un espacio privado, es casi un espacio público porque siempre está abierto a recibir a la gente que tenga ganas de pasar. Durante el día, allí se trabaja estoicamente, cuando cae el sol, se inicia el ciclo de conversaciones infinitas. Con Juliana y Manuel de anfitriones, las conversaciones allí se vuelven inagotables. Podría decirse entonces que uno de los elementos que atraviesa toda la obra de mondongo es el valor casi sagrado de la conversación. Por algo su primera muestra consistió en máscaras de personas del mundo de la cultura a las que casi no conocían: iban a la casa de la gente a tomarles las impresiones en yeso de sus rostros, pero en el fondo era una excusa para conversar. La última vez que estuve hablamos de los mapuches que viven en el sur de Argentina y Chile. En los diarios estaba la noticia de que Betiana, una machi de 16 años había sido guiada por los espíritus ancestrales para tomar un terreno. Después de eso, el ejército argentino mató a su primo Nahuel por la espalda. Ese día, Manuel me contó que cuando sus padres huían de la dictadura militar y se refugiaron en la Patagonia, había convivido con los mapuches. Que recuerda observar fascinado, en medio de la experiencia traumática por la que estaba atravesando, el amor y dedicación con la que elaboraban sus artesanías. Después yo les dije que para mí su taller era un centro chamánico en el medio de la megápolis salvaje que es Buenos Aires. Chamanismo en el sentido de sanación, el arte entendido como una ceremonia donde la información (de la realidad, de la historia, de la cultura colectiva y personal) se transforma en una energía desconocida capaz de lograr que las personas (aunque no se den cuenta, aunque crean que solo están en una fantástica muestra de arte) se conecten con su dolor. Porque de una forma u otra, todas las obras de Mondongo se tratan de eso; del duelo. Un duelo siempre anclado en la infancia y en el juego, y que es inagotable como las conversaciones que se pierden el aire del taller de la calle Gurruchaga casi esquina Santa Fe.
—Cecilia Pavón, 2018
Glow in the dark, 2008